El silencio de los corderos trasquilados. La sociedad es continuamente bombardeada con mensajes de amenazas incalculables e ingobernables, que instauran la impotencia y la pasividad; crece así la sensación de ansiedad y la constante búsqueda de nuevas formas de seguridad, tanto física como ontológica.
¿Cuáles son los impulsores del miedo? ¿Cuál es el papel de los medios en su promoción? ¿Quién se está beneficiando? Si comprendemos cómo funciona el miedo, podremos fomentar actitudes que ayuden a lograr un futuro más sereno.
Nada de lo que sucede en la vida debe temerse; tan solo ha de ser entendido. Es
hora de que entendamos más, para que podamos temer menos.
CUANDO PUBLIQUÉ MI LIBRO Culture of Fear (La cultura del miedo) en el
verano de 1997, el concepto era prácticamente desconocido. Dos
decenios después, la expresión «cultura del miedo» está en todas
partes, desde las campañas políticas a los debates sobre el
terrorismo islámico, pasando por el SARS. No obstante, todavía hay
mucha confusión acerca de las causas y las consecuencias de la
cultura del miedo que anega nuestra sociedad. Este libro tiene por
fin remediar esa confusión. Sitúa la moderna obsesión por el miedo
en su contexto histórico y examina cómo difiere la manera en que
hoy tememos de cómo temíamos antaño. Además, analiza los
fundamentos de nuestra cultura del miedo y el modo en que
refuerza una visión fatalista sobre la humanidad, e intenta apuntar a
una posible vía que nos lleve a un futuro que nos asuste menos.
EL LENGUAJE DEL MIEDO
La expresión «cultura del miedo» era relativamente novedosa en los
años noventa; con todo, consiguió poner en palabras un sentimiento
generalizado de ansiedad e incerteza. Incluso los críticos que no
aceptaron los argumentos expuestos en Culture of Fear entendieron
que el miedo y la cultura habían pasado a estar fuertemente
entrelazados, y que el modo en que avanzaban de la mano tenía un
impacto significativo en la vida pública.
En su momento, las respuestas alarmistas y desorientadas que se
dieron a una variedad de asuntos —la epidemia del SIDA, los niños
desaparecidos, los abusos en los rituales satánicos, la
contaminación, el crimen— indicaron que la sociedad se había
quedado varada en la incitación a un clima de miedo y en el cultivo
del pánico. Pero aún quedaba mucho por llegar. Durante los años
siguientes, la atención de la sociedad quedó fijada en dramáticas y
catastróficas amenazas como el terrorismo o el calentamiento
global, las epidemias de gripe y las armas de destrucción masiva. Al
tiempo que estos peligros de nivel máximo arreciaban, se añadía un
régimen de ansiedad constante propiciado por riesgos más triviales
de la vida corriente. La dieta, el estilo de vida y la educación de los
hijos, justo a muchos otros aspectos normales del día a día, son
sometidos hoy a un escrutinio diario en cuanto a su nivel de
amenaza. El propio miedo ha sido politizado hasta un punto en que
el debate ya no es si debemos o no estar asustados, sino de qué o
de quiénes hemos de asustarnos.
Comparado con el que se empleaba a finales del siglo pasado, el
lenguaje de nuestros días está mucho más inclinado a abrazar la
retórica del miedo. A veces parece como si la narrativa del miedo se
hubiese elevado hasta su momento álgido. Desde el siglo XVIII son
múltiples las referencias a una «Era de la Ansiedad»[1]. No
obstante, en décadas recientes las referencias a esta condición han
proliferado de tal manera que han pasado al vocabulario corriente.
La aparición de latiguillos como «política del miedo», «miedo a la
delincuencia», «el factor miedo» y «miedo al futuro» indican que el
propio miedo se ha convertido en un señalado punto de referencia
en nuestras conversaciones públicas.
Cuando la expresión «el proyecto del miedo» apareció en 2016 en
la campaña del referéndum británico sobre la pertenencia a la Unión
Europea, supimos que el relato del miedo había adquirido el estatus
del sentido común. La adopción de una retórica similar por parte de
Donald Trump y su rival Hillary Clinton durante las elecciones
presidenciales norteamericanas unos meses después confirmó que
el miedo se había convertido en un proyecto. «Si este ciclo electoral
es un espejo en el que mirarnos, la imagen que nos devuelve es la
de una sociedad atragantada de miedo», leíamos en un artículo de
la revista Rolling Stone por entonces[2].
Naturalmente, la cuestión de si la sociedad «se ha atragantado de
miedo» no puede explicarse con la mera mención al lenguaje que
usamos. No obstante, el lenguaje es un importante signo de
nuestras actitudes y refleja el espíritu de los tiempos. Y lo que es
más importante, el lenguaje funciona como un medio vital mediante
el cual las personas asignan sentido a lo que viven. El creciente uso
de expresiones como «la política del miedo» indica que un buen
número de ciudadanos está preocupado por el impacto del miedo en
sus vidas. Para profundizar en el significado que la sociedad
atribuye a la expresión «cultura del miedo» he explorado la base de
datos de noticias Nexis, a fin de poder trazar la evolución de la
retórica que la rodea y cómo ha cambiado su significado hasta
nuestros días.
El primer ejemplo del uso de «cultura del miedo» que reveló mi
búsqueda se hallaba en un artículo del New York Times publicado el
17 de marzo de 1985[3]. El artículo se refería a la acción
emprendida por un ejecutivo que aparentemente «había aportado
disciplina y planificación» a su organización y que «había trabajado
para desterrar una cultura del miedo y la desesperación fomentada
por anteriores directivos». La manera en que la expresión se
empleaba por primera vez anticipaba la posterior tendencia a
asociarla con un intangible clima de ansiedad y miedo. Sin embargo,
durante los años ochenta la expresión no se empleó demasiado;
apenas se encuentran ocho referencias a ella en Nexis. Durante
esta década la expresión se usó en referencia a experiencias
específicas como la cultura de una institución, en vez de asociarse a
una condición más amplia que prevaleciese en la sociedad entera.
Fue durante los años noventa cuando la expresión «cultura del
miedo» adquirió gradualmente el estatus de giro distintivo e
independiente de cualquier institución o experiencia específica. En
mayo de 1990 un periodista australiano describió cómo una serie de
terroríficas historias de crímenes había engendrado una «Cultura del
Miedo»[4], apuntando a la cristalización de una sensibilidad que
trascendía toda experiencia concreta y marcando un importante
punto de tránsito en la evolución del concepto. De ahí en adelante
se aludió a la expresión cada vez más en relación con prácticas
culturales y patrones que incidían en la sociedad en su conjunto.
Durante los años noventa las referencias a la «cultura del miedo»
pasan de 8 a 533. Para mediados de la década, la expresión es lo
suficientemente conocida como para ser empleada en titulares. El
primer ejemplo de un titular que contuviese la expresión es de enero
de 1996[5]. En buena medida este incremento en el uso se vio
estimulado por la aparición de dos publicaciones, mi libro Culture of
Fear, publicado en 1997, y un texto de Barry Glassner con el mismo
título, que salió dos años más tarde, llevando ambos textos a que
muchos comentaristas incluyeran la expresión en sus reportajes.
Con frecuencia, cultura y miedo aparecieron en comunicaciones
como conceptos entrelazados. Este uso extendido se consolidó
durante la primera década de nuestro siglo: solo en 2005 se hicieron
576 referencias, según Nexis, y un decenio después, en 2015, el
número de las referencias ascendía a 1647, 2222 al año siguiente.
Incluso teniendo en cuenta la probabilidad de que Nexis haya ido
ampliando las fuentes que emplea para su base de datos, la
constante expansión de las alusiones a la cultura del miedo sugiere
que este lenguaje resuena con la imaginación popular y se
corresponde con una experiencia a la que da nombre. Su uso no
está confinado a los medios de comunicación de masas: se trata de
uno de esos relativamente escasos conceptos sociológicos que
acceden al lenguaje coloquial. Se pueden oír referencias a la cultura
del miedo en las conversaciones diarias que tratan sobre las
presiones, ansiedades y preocupaciones que han de afrontar las
personas en distintos ámbitos institucionales. Por ejemplo, suele
usarse como arma retórica para condenar la conducta de un
individuo o una institución. Desde esta postura, un crítico del Cuerpo
de Inspectores Escolares Británico (Ofsted) fue acusado de «ser
responsable de instaurar una cultura del miedo en las escuelas»[6].
El uso coloquial de la expresión se ha extendido por el mundo
anglosajón, lo que indica que toca un nervio que trasciende los
límites nacionales. Como muestra el éxito de ventas de Ben Shapiro
en 2013, Bullies: How the Left’s Culture of Fear Silences Americans
(Acosadores: cómo la cultura del miedo de la izquierda silencia a los
norteamericanos) se ha vuelto rutinario mencionarla a modo de
condena.
En el lenguaje corriente, la expresión «cultura del miedo» arrastra
una connotación difusa capaz de aglomerar una variedad de
sentimientos, desde el malestar y la inquietud frente a comentarios y
presiones indeseadas a una aguda sensación de inseguridad,
impotencia e intimidación, y también a sentirse amenazado por el
crimen o el terrorismo. Esta «cultura del miedo» viene a ser un
instrumento retórico antes que un concepto preciso. A menudo, su
significado dista de estar claro. Se emplea para describir las
reacciones emocionales y los miedos hacia una variedad de
fenómenos. Los estudios indican que la terminología retórica puede
ganar en influencia y su uso puede extenderse si es capaz de
aglutinar imágenes que apelen a la imaginación del público[7]. La
proliferación de imágenes como las de hombres con ropas de
protección blancas y máscaras de gas, o la fotografía de un niño
desaparecido en el tablón de anuncios de un supermercado, ofrecen
un paisaje visual desde el que imaginar y después expresar el
miedo.
Lo que dota de fuerza tanto a la retórica como a la realidad de la
cultura del miedo es que presta voz a las incertidumbres morales y a
la sensación de impotencia de la sociedad contemporánea. El uso y
abuso frecuente del término indica que sirve cada vez más a modo
de metáfora para interpretar la vida. A veces casi parece como si el
miedo se hubiese convertido en una caricatura de sí mismo. La
naturalidad con la que la gente expresa su miedo en cuanto a este
acto o aquella experiencia señala que también se ha convertido en
un gesto retórico destinado a atraer la atención a un particular punto
en disputa.
En décadas recientes hemos sido conscientes de una intensa puja
por ver quién era más alarmista, con diversos grupos compitiendo
entre sí por ver qué es lo que debe darnos más miedo. Así, mientras
algunos profesionales alertan a los padres para que protejan a sus
hijos del sol para evitarles un cáncer de piel, otros les avisan de las
terribles deficiencias en vitamina D a las que podría llevar que se los
aparte del sol. Esta competición de alarmismo ronda el debate sobre
si vacunar a los niños tiene más riesgos que dejar que la naturaleza
siga su curso.
La gente se acusa constantemente entre sí de incitar al miedo, ya
sea impulsándolo directamente o dejándose manipular por quienes
apelan a él. Algunos críticos de la cultura del miedo se han visto
sobrepasados o al menos desorientados por los objetivos de su
censura. Barry Glassner afirma que «estamos viviendo en el
momento más alarmista de la historia»[8]. Puede que tenga razón.
Pero también puede ocurrir que los críticos de la omnipresencia del
miedo hayan terminado por introyectar inadvertidamente los mismos
valores que denuncian. La teoría psicoanalítica sostiene que la
introyección ocurre cuando un individuo adopta o incorpora los
valores y las actitudes de otros. Es un proceso mediante el cual las
personas asimilan inconscientemente valores externos; en
ocasiones, incluso aquellos que ellos mismos públicamente critican.
En este caso, la introyección de los valores asociados con la cultura
del miedo lleva a un involuntario alarmismo acerca de la amenaza
que los alarmistas suponen.
Es frecuente y comprensible que los comentarios sobre la cultura
del miedo tiendan a exagerar el impacto del fenómeno y dar la
impresión de que los niveles actuales de miedo público no tienen
precedentes históricos. Un artículo publicado en Time, titulado “Por
qué los americanos están más asustados que de costumbre”, es un
buen ejemplo de esta tendencia a asumir que el miedo en la esfera
pública está en máximos históricos[9]. Este tipo de crónicas rara vez
se apoya en evidencias empíricas. Deben interpretarse como un
testimonio de la prevalencia de cierta percepción del miedo antes
que como el fruto de experiencias vividas. Puesto que se concentran
tantas energías en estas advertencias alarmistas, no es de extrañar
que tanta gente haya concluido que el poder de la emoción del
miedo esté en su cota más alta.
Para evitar ser abrumado por la última historia terrorífica es
esencial ir más allá de la superficie e investigar sus dinámicas
internas. Los capítulos que siguen exploran qué es lo distintivo de
nuestra cultura, para llegar a entender los entresijos del miedo en el
siglo XXI.
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