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CÓMO FUNCIONA EL MIEDO: LA CULTURA DEL MIEDO EN EL SIGLO XXI FRANK FUREDI


El silencio de los corderos trasquilados. La sociedad es continuamente bombardeada con mensajes de amenazas incalculables e ingobernables, que instauran la impotencia y la pasividad; crece así la sensación de ansiedad y la constante búsqueda de nuevas formas de seguridad, tanto física como ontológica.


¿Cuáles son los impulsores del miedo? ¿Cuál es el papel de los medios en su promoción? ¿Quién se está beneficiando? Si comprendemos cómo funciona el miedo, podremos fomentar actitudes que ayuden a lograr un futuro más sereno.



Nada de lo que sucede en la vida debe temerse; tan solo ha de ser entendido. Es

hora de que entendamos más, para que podamos temer menos.

CUANDO PUBLIQUÉ MI LIBRO Culture of Fear (La cultura del miedo) en el

verano de 1997, el concepto era prácticamente desconocido. Dos

decenios después, la expresión «cultura del miedo» está en todas

partes, desde las campañas políticas a los debates sobre el

terrorismo islámico, pasando por el SARS. No obstante, todavía hay

mucha confusión acerca de las causas y las consecuencias de la

cultura del miedo que anega nuestra sociedad. Este libro tiene por

fin remediar esa confusión. Sitúa la moderna obsesión por el miedo

en su contexto histórico y examina cómo difiere la manera en que

hoy tememos de cómo temíamos antaño. Además, analiza los

fundamentos de nuestra cultura del miedo y el modo en que

refuerza una visión fatalista sobre la humanidad, e intenta apuntar a

una posible vía que nos lleve a un futuro que nos asuste menos.

EL LENGUAJE DEL MIEDO

La expresión «cultura del miedo» era relativamente novedosa en los

años noventa; con todo, consiguió poner en palabras un sentimiento

generalizado de ansiedad e incerteza. Incluso los críticos que no

aceptaron los argumentos expuestos en Culture of Fear entendieron

que el miedo y la cultura habían pasado a estar fuertemente

entrelazados, y que el modo en que avanzaban de la mano tenía un

impacto significativo en la vida pública.

En su momento, las respuestas alarmistas y desorientadas que se

dieron a una variedad de asuntos —la epidemia del SIDA, los niños

desaparecidos, los abusos en los rituales satánicos, la

contaminación, el crimen— indicaron que la sociedad se había

quedado varada en la incitación a un clima de miedo y en el cultivo

del pánico. Pero aún quedaba mucho por llegar. Durante los años

siguientes, la atención de la sociedad quedó fijada en dramáticas y

catastróficas amenazas como el terrorismo o el calentamiento

global, las epidemias de gripe y las armas de destrucción masiva. Al

tiempo que estos peligros de nivel máximo arreciaban, se añadía un

régimen de ansiedad constante propiciado por riesgos más triviales

de la vida corriente. La dieta, el estilo de vida y la educación de los

hijos, justo a muchos otros aspectos normales del día a día, son

sometidos hoy a un escrutinio diario en cuanto a su nivel de

amenaza. El propio miedo ha sido politizado hasta un punto en que

el debate ya no es si debemos o no estar asustados, sino de qué o

de quiénes hemos de asustarnos.

Comparado con el que se empleaba a finales del siglo pasado, el

lenguaje de nuestros días está mucho más inclinado a abrazar la

retórica del miedo. A veces parece como si la narrativa del miedo se

hubiese elevado hasta su momento álgido. Desde el siglo XVIII son

múltiples las referencias a una «Era de la Ansiedad»[1]. No

obstante, en décadas recientes las referencias a esta condición han

proliferado de tal manera que han pasado al vocabulario corriente.

La aparición de latiguillos como «política del miedo», «miedo a la

delincuencia», «el factor miedo» y «miedo al futuro» indican que el

propio miedo se ha convertido en un señalado punto de referencia

en nuestras conversaciones públicas.

Cuando la expresión «el proyecto del miedo» apareció en 2016 en

la campaña del referéndum británico sobre la pertenencia a la Unión

Europea, supimos que el relato del miedo había adquirido el estatus

del sentido común. La adopción de una retórica similar por parte de

Donald Trump y su rival Hillary Clinton durante las elecciones

presidenciales norteamericanas unos meses después confirmó que

el miedo se había convertido en un proyecto. «Si este ciclo electoral

es un espejo en el que mirarnos, la imagen que nos devuelve es la

de una sociedad atragantada de miedo», leíamos en un artículo de

la revista Rolling Stone por entonces[2].

Naturalmente, la cuestión de si la sociedad «se ha atragantado de

miedo» no puede explicarse con la mera mención al lenguaje que

usamos. No obstante, el lenguaje es un importante signo de

nuestras actitudes y refleja el espíritu de los tiempos. Y lo que es

más importante, el lenguaje funciona como un medio vital mediante

el cual las personas asignan sentido a lo que viven. El creciente uso

de expresiones como «la política del miedo» indica que un buen

número de ciudadanos está preocupado por el impacto del miedo en

sus vidas. Para profundizar en el significado que la sociedad

atribuye a la expresión «cultura del miedo» he explorado la base de

datos de noticias Nexis, a fin de poder trazar la evolución de la

retórica que la rodea y cómo ha cambiado su significado hasta

nuestros días.

El primer ejemplo del uso de «cultura del miedo» que reveló mi

búsqueda se hallaba en un artículo del New York Times publicado el

17 de marzo de 1985[3]. El artículo se refería a la acción

emprendida por un ejecutivo que aparentemente «había aportado

disciplina y planificación» a su organización y que «había trabajado

para desterrar una cultura del miedo y la desesperación fomentada

por anteriores directivos». La manera en que la expresión se

empleaba por primera vez anticipaba la posterior tendencia a

asociarla con un intangible clima de ansiedad y miedo. Sin embargo,

durante los años ochenta la expresión no se empleó demasiado;

apenas se encuentran ocho referencias a ella en Nexis. Durante

esta década la expresión se usó en referencia a experiencias

específicas como la cultura de una institución, en vez de asociarse a

una condición más amplia que prevaleciese en la sociedad entera.

Fue durante los años noventa cuando la expresión «cultura del

miedo» adquirió gradualmente el estatus de giro distintivo e

independiente de cualquier institución o experiencia específica. En

mayo de 1990 un periodista australiano describió cómo una serie de

terroríficas historias de crímenes había engendrado una «Cultura del

Miedo»[4], apuntando a la cristalización de una sensibilidad que

trascendía toda experiencia concreta y marcando un importante

punto de tránsito en la evolución del concepto. De ahí en adelante

se aludió a la expresión cada vez más en relación con prácticas

culturales y patrones que incidían en la sociedad en su conjunto.

Durante los años noventa las referencias a la «cultura del miedo»

pasan de 8 a 533. Para mediados de la década, la expresión es lo

suficientemente conocida como para ser empleada en titulares. El

primer ejemplo de un titular que contuviese la expresión es de enero

de 1996[5]. En buena medida este incremento en el uso se vio

estimulado por la aparición de dos publicaciones, mi libro Culture of

Fear, publicado en 1997, y un texto de Barry Glassner con el mismo

título, que salió dos años más tarde, llevando ambos textos a que

muchos comentaristas incluyeran la expresión en sus reportajes.

Con frecuencia, cultura y miedo aparecieron en comunicaciones

como conceptos entrelazados. Este uso extendido se consolidó

durante la primera década de nuestro siglo: solo en 2005 se hicieron

576 referencias, según Nexis, y un decenio después, en 2015, el

número de las referencias ascendía a 1647, 2222 al año siguiente.

Incluso teniendo en cuenta la probabilidad de que Nexis haya ido

ampliando las fuentes que emplea para su base de datos, la

constante expansión de las alusiones a la cultura del miedo sugiere

que este lenguaje resuena con la imaginación popular y se

corresponde con una experiencia a la que da nombre. Su uso no

está confinado a los medios de comunicación de masas: se trata de

uno de esos relativamente escasos conceptos sociológicos que

acceden al lenguaje coloquial. Se pueden oír referencias a la cultura

del miedo en las conversaciones diarias que tratan sobre las

presiones, ansiedades y preocupaciones que han de afrontar las

personas en distintos ámbitos institucionales. Por ejemplo, suele

usarse como arma retórica para condenar la conducta de un

individuo o una institución. Desde esta postura, un crítico del Cuerpo

de Inspectores Escolares Británico (Ofsted) fue acusado de «ser

responsable de instaurar una cultura del miedo en las escuelas»[6].

El uso coloquial de la expresión se ha extendido por el mundo

anglosajón, lo que indica que toca un nervio que trasciende los

límites nacionales. Como muestra el éxito de ventas de Ben Shapiro

en 2013, Bullies: How the Left’s Culture of Fear Silences Americans

(Acosadores: cómo la cultura del miedo de la izquierda silencia a los

norteamericanos) se ha vuelto rutinario mencionarla a modo de

condena.

En el lenguaje corriente, la expresión «cultura del miedo» arrastra

una connotación difusa capaz de aglomerar una variedad de

sentimientos, desde el malestar y la inquietud frente a comentarios y

presiones indeseadas a una aguda sensación de inseguridad,

impotencia e intimidación, y también a sentirse amenazado por el

crimen o el terrorismo. Esta «cultura del miedo» viene a ser un

instrumento retórico antes que un concepto preciso. A menudo, su

significado dista de estar claro. Se emplea para describir las

reacciones emocionales y los miedos hacia una variedad de

fenómenos. Los estudios indican que la terminología retórica puede

ganar en influencia y su uso puede extenderse si es capaz de

aglutinar imágenes que apelen a la imaginación del público[7]. La

proliferación de imágenes como las de hombres con ropas de

protección blancas y máscaras de gas, o la fotografía de un niño

desaparecido en el tablón de anuncios de un supermercado, ofrecen

un paisaje visual desde el que imaginar y después expresar el

miedo.

Lo que dota de fuerza tanto a la retórica como a la realidad de la

cultura del miedo es que presta voz a las incertidumbres morales y a

la sensación de impotencia de la sociedad contemporánea. El uso y

abuso frecuente del término indica que sirve cada vez más a modo

de metáfora para interpretar la vida. A veces casi parece como si el

miedo se hubiese convertido en una caricatura de sí mismo. La

naturalidad con la que la gente expresa su miedo en cuanto a este

acto o aquella experiencia señala que también se ha convertido en

un gesto retórico destinado a atraer la atención a un particular punto

en disputa.

En décadas recientes hemos sido conscientes de una intensa puja

por ver quién era más alarmista, con diversos grupos compitiendo

entre sí por ver qué es lo que debe darnos más miedo. Así, mientras

algunos profesionales alertan a los padres para que protejan a sus

hijos del sol para evitarles un cáncer de piel, otros les avisan de las

terribles deficiencias en vitamina D a las que podría llevar que se los

aparte del sol. Esta competición de alarmismo ronda el debate sobre

si vacunar a los niños tiene más riesgos que dejar que la naturaleza

siga su curso.

La gente se acusa constantemente entre sí de incitar al miedo, ya

sea impulsándolo directamente o dejándose manipular por quienes

apelan a él. Algunos críticos de la cultura del miedo se han visto

sobrepasados o al menos desorientados por los objetivos de su

censura. Barry Glassner afirma que «estamos viviendo en el

momento más alarmista de la historia»[8]. Puede que tenga razón.

Pero también puede ocurrir que los críticos de la omnipresencia del

miedo hayan terminado por introyectar inadvertidamente los mismos

valores que denuncian. La teoría psicoanalítica sostiene que la

introyección ocurre cuando un individuo adopta o incorpora los

valores y las actitudes de otros. Es un proceso mediante el cual las

personas asimilan inconscientemente valores externos; en

ocasiones, incluso aquellos que ellos mismos públicamente critican.

En este caso, la introyección de los valores asociados con la cultura

del miedo lleva a un involuntario alarmismo acerca de la amenaza

que los alarmistas suponen.

Es frecuente y comprensible que los comentarios sobre la cultura

del miedo tiendan a exagerar el impacto del fenómeno y dar la

impresión de que los niveles actuales de miedo público no tienen

precedentes históricos. Un artículo publicado en Time, titulado “Por

qué los americanos están más asustados que de costumbre”, es un

buen ejemplo de esta tendencia a asumir que el miedo en la esfera

pública está en máximos históricos[9]. Este tipo de crónicas rara vez

se apoya en evidencias empíricas. Deben interpretarse como un

testimonio de la prevalencia de cierta percepción del miedo antes

que como el fruto de experiencias vividas. Puesto que se concentran

tantas energías en estas advertencias alarmistas, no es de extrañar

que tanta gente haya concluido que el poder de la emoción del

miedo esté en su cota más alta.

Para evitar ser abrumado por la última historia terrorífica es

esencial ir más allá de la superficie e investigar sus dinámicas

internas. Los capítulos que siguen exploran qué es lo distintivo de

nuestra cultura, para llegar a entender los entresijos del miedo en el

siglo XXI.


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